Había intentado escribir al respecto, pero siempre terminaba llorando aún antes de formular mis pensamientos.

Mi madre murió hace casi un mes y me sigue pareciendo un mal sueño. 


Siempre había creído que iba a ser tan longeva como mi abuela, que murió de 97 años. Pero no, se fue a los 80.

También me había imaginado que iba a pasar sus últimos años en mi casa, a mi cuidado (los hijos varones son un poco menos duchos en estos menesteres), rodeada de sus nietos y tal vez, con algo de suerte, al lado de sus hermanos y demás familiares. Tampoco fue así.

Una enfermedad nos compra algo de tiempo; las muertes repentinas no.

Uno pasa tanto tiempo pensando en cómo será el futuro que no dimensiona ni valora el presente. Siempre cree que habrá más oportunidades de hacer mejor las cosas, y de pronto la vida nos sorprende llegando a su fin de manera inesperada.


Cuando repaso los últimos meses a su lado, recuerdo que cada vez que tenía un problema me llamaba (supongo que también a mi hermano). Si tenía citas con médicos, medicinas por comprar, problemas con sus aplicaciones o simplemente quería platicar con alguien, me escribía o me hablaba por teléfono (las ventajas de que yo trabajara medio tiempo; tenía las tardes libres para todo eso). 

Y son precisamente esas pequeñas rutinas, esos mensajes, esas llamadas, lo que más se extraña. Duele la ausencia, la certeza de la separación. El saber que ya no habrá más chats, y tampoco más regaños ni consejos. Y por supuesto que las lágrimas y la tristeza llenan los días.


Sin embargo, una de tantas noches una amiga de la infancia (que también perdió a su madre recientemente), me envió un podcast donde una mujer explicaba que somos seres espirituales, y que cuando nos llega la hora de partir, no podemos hacerlo si los que se quedan nos retienen a su lado, de manera un tanto egoísta, porque se niegan a dejarnos ir.

Otro amigo muy querido me hizo imaginarme a mi mamá, ya reunida con mi papá y mis abuelos, disfrutando de un lugar luminoso y pacífico, sin enfermedades ni miedos.

Otros también me han enviado mensajes de aliento para aminorar la zozobra. Incluso se han ofrecido para ayudarnos con todo lo que se quedó en su casa (porque vaya que se va a necesitar una mano para todo eso). 

No cabe duda: los amigos, -esos hermanos que uno escoge-, y aún la propia familia, a pesar del dolor, hacen más llevadero el trance.  


Soy creyente y estoy convencida de que algún día nos encontraremos en el Cielo (o como quiera que cada quien le llame). Pero el hecho de pensar que con nuestra tristeza empañamos la felicidad eterna de los que se adelantan, me hizo dimensionar un poco más mi dolor.

Entiendo que no tenemos poder sobre la muerte y sobre lo que sucede más allá de la vida, pero me pareció sensata la posibilidad de que los que se van nos ven sufrir desde donde están, y me imagino que sentirán alguna especie de tristeza por vernos tan abatidos.

Muchas noches he llorado y gritado, en una especie de reclamo hacia Dios porque se llevó a mi mamá, y también le he pedido que me ayude a aceptar Su voluntad. Uno siempre va por ahí diciéndole a los demás, con un tono de suficiencia, que "así lo quiso Dios", "Dios no se equivoca", "fue su deseo", pero cuando nos toca a nosotros sobrellevar Sus decisiones, no es nada fácil hacerlo, y menos cuando se trata de alguien tan cercano y especial.

Por eso es que quisiera compartir estos pensamientos con aquellos que quieran leer esto que escribo. No se trata de vivir en un luto eterno porque quienes mueren quisieran tener la certeza de que no nos estaremos marchitando en vida, flagelándonos por su partida. Deberíamos más bien honrar su memoria siendo nuestra mejor versión posible.

Tampoco es cuestión de olvidar de golpe las experiencias, enseñanzas y momentos juntos para no sufrir, al contrario. Es atesorarlos y recordarlos con amor y añoranza, dando poco a poco espacio a esa nostalgia agridulce y dejando salir ese dolor que atraviesa el corazón como una puñalada.

El tiempo todo lo cura. Los días se harán semanas, y las semanas meses, y luego se harán años. Las rutinas diarias irán llenando nuestros días cada vez más, y habrá momentos en que se nos olviden sus manos o sus gestos, pero si estamos atentos, ellos encontrarán la forma de mandarnos señales para que sepamos que están al pendiente, que ya no sufren más dolores ni angustias, que tienen un espíritu renovado, y que por lo pronto no estamos solos, porque mientras los mantengamos en el corazón, nunca se irán del todo.